REFLEXIONES EN TIEMPO DE CRISIS

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Cuando estás acostumbrado a la actividad a moverte, a relacionarte con la gente y de repente viene algo que cambia tu vida de repente, algo que te encierra en casa, que te corta tu relación con los demás, aunque es cierto que tenemos los medios de comunicación, el tfno., redes sociales… etc., pero no es lo mismo, echamos de menos, la relación directa, las muestras de cariño, la cercanía… etc. Pero, con todo esto, también hay que buscar un lado positivo y lo tiene: Estos momentos de soledad son también momentos de intimidad, de encuentro con uno mismo, momentos que en nuestra vida normal echamos en falta, porque nos puede una actividad excesiva que no nos deja tiempo para nosotros mismos.

Este tiempo de reclusión es, por tanto, un momento para pensar, para meditar y, aunque sea de forma inconsciente, todos lo hacemos y lo hacemos así porque, lo reconozcamos o no, todos tenemos miedo, un miedo a la muerte que vemos cercana y probable a través de los informes y estadísticas conque nos bombardean día tras día los medios de comunicación, que, por otra parte, se limitan con mayor o menor acierto, a ser notarios de la dura realidad. Esto nos hace tomar conciencia de algo que tenemos muy olvidado: La condición mortal del hombre, porque actualmente no queremos saber nada de la muerte, la escondemos, a los niños les ocultamos nuestros difuntos, convertimos los cementerios en recintos monumentales… etc., nos autosugestionamos para no angustiarnos ante el destino del hombre. Esto no significa que, ahora, cuando vemos el hecho de la muerte cerca nos apuntemos a la afirmación de Martin Heidegger: “Der Mann ist ein Sein zum Tode” (“El hombre es un ser para la muerte”), porque no es así, los creyentes sabemos y creemos que el hombre es un “ser para la vida”, pero para una definitiva y eterna que alcanzamos a través de la muerte. Entonces el problema viene cuando nos puede el miedo y deberíamos oír la voz del Señor que nos dice lo que dijo a los apóstoles en el mar de Galilea: “Hombres de poca fe, ¿Por qué tenéis miedo? Con esta expresión nos está diciendo Jesús que tenemos que pedirle que fortalezca nuestra fe, sobre todo en estos momentos duros y difíciles, momentos de prueba donde vacila nuestra fe, donde tenemos que pedirle al Señor, como aquel discípulo: “Creo Señor, pero ayúdame en mi falta de fe”.

Pero ¿Por qué nos pasa esto? Quizá es momento de encontrarnos con nosotros mismos y desnudarnos ante Dios y ante nuestra conciencia y pensar si es que practicamos un cristianismo de costumbre, por no decir de rutina. Es cierto que somos personas de fe y nuestra fe es sincera, que tenemos nuestros momentos de oración y de piedad sincera pero quizá mantenemos todo esto mientras nuestra fe no nos complica la vida y llevamos un cristianismo fácil y cómodo.

Llega el domingo, bueno, aunque no vayamos a misa, tampoco pasa mucho, el Señor lo entenderá, si tenemos la conciencia tranquila y ayudamos a los demás es suficiente… y cosas así. Y no, no es así, tenemos que tomar conciencia de que somos mortales y, no por miedo, como está sucediendo ahora sino por amor a este Jesús que viene día a día a nuestras vidas y que vendrá con gloria al final de los tiempos y, por eso tenemos que ser de verdad discípulos de Cristo. El problema que tenemos es que pensamos muy poco en nuestra propia realidad y no nos atrevemos a plantearnos los interrogantes más profundos del hombre, como nos plantea el concilio Vaticano II: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?

Antes se planteaba con frecuencia la meditación sobre lo que se llamaba los novísimos o postrimerías del hombre y que eran: “Muerte, juicio, infierno y gloria”. Aquello se abandonó por no tener constantemente delante de nosotros la imagen de un Dios justiciero y castigador. Y es cierto que Dios es un Padre de amor y misericordia, pero esto no nos exime de que tengamos siempre presente la realidad del hombre para actuar en consecuencia y si vemos la realidad del hombre tendremos en cuenta lo que nos dice el Concilio: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte”. Y, por eso, porque llevamos en nuestro interior la semilla de la vida eterna, no podemos ser seres para la muerte sino para la vida, para ello no nos puede vencer la angustia en esta vida mortal, sino que tenemos que vivir con intensidad esta vida terrena, con la intensidad de la fe para vivir en esperanza, la esperanza mantiene viva esa semilla de eternidad que hay en nuestro corazón, por eso teniendo clara nuestra fe, aunque esta flaquee en algunos momentos, tenemos que vivir la vida del discípulo, de la única manera posible: Desde la escucha de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la entrega y el servicio a los hermanos, especialmente a los más débiles, a los que sufren, a las víctimas de la pandemia. Por eso tenemos que ser auténticos discípulos comprometidos, no cabe aquello de “soy creyente pero no practicante”. Si somos discípulos de Cristo lo somos con todas las consecuencias.

En este tiempo de crisis, más que nunca tenemos que ponernos frente a nuestra realidad, meditar que caminamos hacia la muerte, esa muerte que nos está azotando y llevándose a tantos hermanos nuestros, pero que, llamados a la unión con Cristo nuestro camino es un camino de esperanza. Vamos a rezar unos por otros pidiéndole al Señor que en esta vida sigamos caminando tras Él haciendo siempre la voluntad de Dios. Que esta Semana Santa la celebremos en la soledad de nuestra casa, pero en la multitud de la comunión de la Iglesia, en la unidad de los hombres con Dios y con nosotros mismos.

No ha sido mi intención amargarle la vida a nadie hablando de la muerte sino invitaros a reflexionar sobre esta realidad última del hombre que nos está tocando tan de cerca y ante esto, actuar como discípulos de Cristo, viviendo la esperanza, porque, como nos dice san Pablo: “La Esperanza no defrauda”.  

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